domingo, 28 de marzo de 2010

PATRICIA TEHERAN EL LEGADO INCONCLUSO...



15:10 de la tarde del 19 de enero del 1996.. Cartagena de Indias, Colombia, cae un sol de 35 grados y...

A la morgue del entonces Hospital Universitario de Cartagena, de Indias, norte de Colombia, llevaron a volandas el cadáver de una de las cantantes de vallenato más fugaces pero exitosas que haya tenido ese folclor a lo largo de su historia: Patricia Teheran.
Había sufrido un accidente de tránsito hacía 2 horas y yacía muerta, sola, solísima, ella que aglomeraba multitudes allá donde cantaba. La suerte le había deparado una mala pasada para siempre y yerta sufría las consecuencias. En ese momento, la lata fría de la camilla de mala muerte de esa morgue maloliente era su penúltima morada. Una camisa verde, de botones, adornada con palmeritas blancas de hojas amarillas; y un bluyin, eran su mortaja. Unas uñas pintadas de rojo malboro debajan ver el cuidado que se tuvo...
-"Toc, toc", sonó la puerta metálica negra en un redoble de latas ya mal soldadas.
"¿Quién es?", preguntó el cronista que era uno de los tres que estaba dentro de la morgue, en gracia a la deferencia que tuvo quien la vigilaba al ver que habían sido los primeros que llegaban a preguntar por ella, antes que una multitud de centenares de curiosos se apostaran en ese hospital ya extinto con el paso de los años...
-"Soy la mamá de Patricia Teherán, dígame que mi niña no está ahí...¡mi muchachita!". Los de adentro callarón. El que respondío a la pregunta primera abrió la puerta, respaldado por los otros dos que cuidaban que no se fueran a colar en ese lugar, el centro de la noticia ese día en miles de hogares colombianos que ya conocían la música de esa cartagenera, humilde, que deseaba hacer dinero, entre otras cosas, para darle a su madre y a su hijo recien nacido una mejor vida.
-"¿Verdad que no está aqui?", pregunto nuevamente la madre.
-"Déjala que pase", dijo el moreno delgado que custodiaba la morge quien, de paso afirmó: "entre, entre señora...".
Asustada la mujer entro, una mujer cincuentona, de bolso negro, que agarraba en forma de L y que ya vestía de negro...
-"¡Mi niña!, ¡Mi niña!¡Mi niña!", gritó la mujer cuando vio el cuerpo yerto de su estirpe, alli junto a las cámaras frigoríficas de acero que, a entreabrir, expelían ese olor mortecino y nauseabundo típico de los anfiteatros, más aún, en los de clima cálido en los que unos 35 grados mal airean toda carne sin vida.
Empezaba así el último encuentro de madre e hija. La madre quedaría criando al hijo de ella y ella truncaba de igual forma una carrera musical que hasta ese momento le había dado el dinero para comprarse un Ford fiesta, de segunda mano, que le reparaba un vecino en el garage de su casa, a medio construir, pues había remodelado todo.